Algunas cosas sí que están inventadas "al dente".
Hace unos días me cuestionaba con suspicacia que el cuerpo humano estaba desfasado con respecto a los inventos de su generación.
Pero hoy vengo a celebrar una feliz invención: los dientes.
Evidentemente tuvo que haber algún tipo de concordancia entre el invento de los dientes (y muelas) con los alimentos que el hombre come.
Imaginemos lo difícil que sería comer un durazno o una manzana si estos tuviesen la dureza de un ladrillo. Pensemos lo afortunados que somos al disponer de uvas y frutillas tan tiernas.
Convengamos que los dientes no son de una fortaleza inigualable. Es más, viven rompiéndonos las pelotas, dicho fácil y pronto, con sus caries y sarros varios... Pero así y todo, este universo sabio se las ingenió para ponernos a disposición alimentos aún más débiles.
Aunque... mientras improviso estos renglones, se me ocurre que hay una historia no escrita (que es la que escriben los que pierden, o los que tienen memoria, o los que -como yo- deliran) que cuenta que el hombre cuando tuvo hambre, salió de su caverna, y empezó a llevarse a la boca todo lo que encontró: piedras, troncos ("¡parecían re-jugosos! ¡te lo juro!") y se fue rompiendo los dientes hasta que encontró una pera. Ni te cuento cuando quiso morder una sandía sin pelarla.
Es decir, que al fin de cuentas, es por la fragilidad de los dientes que hoy en día comemos lo que comemos. Si nos hubiesen dado dos filas de molares como a los tiburones, quizá estaríamos deglutiendo robles a la sartén, cantos rodado al escabeche, fierritos a la richelieu, y todo tipo de manjares. Eso sí, la frase "me cayó pesado" tendría un significado mucho más literal.
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