lunes, 6 de noviembre de 2006

Ramiro is not Dead

Ramiro tiene un dolor. Feo. No un dolor conocido. Es atrás, en la espalda. Pero no es un dolor de "haceme un masajito ahí" sino uno que marca adentro. El hígado, el páncreas, la vesícula, ¡apéndice! No tiene idea qué es lo que hay en ese sector del interior de su cuerpo. Nunca fue bueno en anatomía. Sabe que no es el corazón porque recuerda haber jurado a la bandera en cuarto grado posando la mano en el costado izquierdo. Y esto duele a la derecha.
Si se queda sentado no duele mucho. Si se acuesta sobre un lado, tampoco. Pero si se acuesta sobre la espalda, con el solo peso de su cuerpo, ve las estrellas.
La noche la pasó muy mal. No hubo un período de sueño contiunuado que superase los diez minutos. Y el dolor no es un dolor superficial. No es un músculo tampoco. Es uno de esos que te trastornan la cabeza y te proyectan la molestia por todo el cuerpo. No comió nada desde las cinco de la tarde del día anterior y no tiene hambre. O tiene miedo de comer.
Al mediodía come tres fetas de jamón. Toma un té de hierbas raras haciendo caso a quien no debería. No mejora.
A las seis de la tarde no aguanta más y se va a la guardia.
Lo ponen a esperar en una cola que promete matarlo antes de cansancio que de su posible hígado candente. Pero pronto viene la enfermera a la que le explicó su dolencia y lo hace tomar un atajo. Lejos de ponerse contento, Ramiro sabe que es porque algo no se ve bien incluso desde afuera. No eran los ojos porque en el ascensor había chequeado que no tenían color amarillo -clara señal de hepatitis que recordaba de una amiga de la infancia-.
Lo acuestan en un consultorio lateral y le anuncian que le van a hacer un electrocardiograma. Ramiro piensa sin dudar: madura el knock out. Si con solo describir su dolor lo llenan de cables es que se nota a la legua que la parca lo viene siguiendo. Ya había avisado con los falsos frenos del auto. Ahora venía por más.
La enfermera misma es la que le realiza el electrocardiograma y mientras ve la aguja marcar saltitos parecidos al detector de mentiras, parece percibir la verdad de la milanesa. Ramiro piensa en esa frase y sabe que no es casualidad que se le haya ocurrido: milanesa, fritura, el hígado... todo cierra. La enfermera asiente a cada sacudón de la agujita y Ramiro empieza a pensar en su última voluntad. Duda mucho y no se puede decidir entre algo útil o una voluntad utópica a lo John Lennon, pidiendo la paz mundial.
La enfermera desaparece y solamente a la media hora, mientras la resignación se había apoderado de Ramiro, vuelve acompañada de un médico bajito en estatura pero rápido en decidirse. Le pide a Ramiro que se pare. Lo toca en la espalda pidiéndole que le avise cuándo le duele lo que le hace. Cinco puntos distintos fueron probados sin éxito. Para Ramiro esa era una prueba más que fehaciente -y se lo dijo- de estar frente a un dolor más interno, más del tipo de órganos que de músculos. Pero Ramiro no estudió medicina. Ni siquiera el CBC. El médico eleva su cuello para poder mirar a la corpulenta enfermera a los ojos, aunque es ella la que habla, como adivinando sus palabras: le inyecto un Voltaren. Dice y no pregunta. El doctor asiente.
"No es nada, mi amigo", dice el pequeño médico haciendo uso de una amistad nunca declarada. "Usted está muy bien". Nada más lejos de como se sentía Ramiro desde hacía ya veiticuatro horas. Pregunta qué es un Voltaren y qué es lo que tiene y por qué dice que si no es nada hay que inyectar algo. Usted tiene dolor en la espalda. Esa es la frase que dicha por el médico justifican seis años en la facultad para obtener el título, ya que dicha por Ramiro durante toda la jornada no pareció servir de mucho.
La enfermera ducha también en inyecciones finiquita rápidamente el trámite y le pide a Ramiro que espere acostado.
Ramiro no confía en nada de lo que pasaa y casi desea que el dolor no desaparezca mágicamente en los próximos minutos, para no encontrarse fuera del consultorio sin una explicación contundente de su sufrimiento, y muriendo en medio de la vereda, lejos de toda escena cinematográfica de salvataje posible.
Pero quien tiene la virtud o capacidad de ver a la parca la vio alejarse frustrada una vez más, cabizbaja, detrás de la enfermera. Su mortaja seguía impecablemente blanca, sin una gota de sangre. Ni siquiera el pinchazo la salpicó.
Ramiro comienza a notar que el dolor desaparece de su espalda como en las propagandas de polvo para lavar la ropa lo hacen las manchas de tuco y chocolate sin chistar de la remera blanca del nene pecoso.
Cuarenta minutos más tarde, casi entrando en una ensoñación pacífica, Ramiro se acostaba boca arriba tratando de provocar un dolor que ya no volvería.
La enfermera entra a su ritmo, hecha una tromba, y pregunta qué tal, si está como nuevo. Adivina. No se puede negar que no hay ni recuerdos del hígado agonizante.
Saliendo de la guardia, Ramiro suspira pensando que la parca lo anda buscando. No está tranquilo. Tararea Canción para mi Muerte intentando minimizar el momento.
Mientras tanto la remerita blanca está impecable y lista para el acto de jura de la bandera y el nene pecoso pregunta de qué lado está el corazón. Hay cosas que no se saben hasta que no se sufre de ellas.

6 comentarios:

absurda y efímera dijo...

su post despierta ternura, miedo y risa. todo al mismo tiempo.

Mariposa}:{Mística dijo...

HayRamirotienecorreo, que doloroso es el dolor de espalda, un movimiento fuerte y no se puede respirar, que feito.
LA Bella te anda persiguiendo?

Decile que pase a tomar cafe y jugale una partidita ALTRUCO A VER QUE DICE.

beso

Anónimo dijo...

Todo fué un simple dolor de espalda! Ramiro, no le tema a la muerte. No es mala, solo un poco absorvente...
(chistecito, festejando que siga bien).
Saludos.

Carpe diem dijo...

Hay dolores (físicos y no necesariamente) insoportables, por suerte el tuyo pudo solucionarse relativamente rápido con una inyección.
Que estés bien, Ram, vos seguí esquivándole a la escuálida que no nos gustaría dejar de leerte.
C.

Anónimo dijo...

Igual que cuando miro una película que me está gustando... sonrisa, sonrisa, sonrisa.

Anónimo dijo...

Luciana un día me regaló un anagrama de mi nombre y desde ese día algo cambió:

Ramiro: A Morir.