miércoles, 5 de noviembre de 2008

El Bar

Había una vez un bar en el que me gustaba almorzar. Una vez llegué y lo encontré cerrado. Decían por ahí que los dueños cerraron todo y se fueron. Me apené.
Durante un largo tiempo vi las sillas apiladas esperando que algún alma piadosa compre y abra el bar. Me quedaba cómodo. Pero no. Durante seis meses a la salida del trabajo veía el mismo panorama desolador.
Pero un buen día me sentí para el carajo. Qué buena suerte tuve de tener una descompostura tal que me sentí en la necesidad de irme a casa a descansar (o al menos a morir en un lugar más familiar). Y a eso de las 12:30 agarré mis bártulos y me fui. Paso por el bar y no solamente no veo las sillas apiladas sino que está "así" de gente. Pensé qué alegría, volvieron. Y yo justo con esta cagadera. Pero me detuve igual a comprar ese rico sandwich que se veía en la vitrina. Lo dejaría para la noche, si es que llegaba vivo.
Ahí nomás, cuando felicité por la reapertura me miraron mal. Como si bajase de otro planeta. Resultó que hacía cinco meses y medio que habían abierto. El horario de trabajo era de 10 a 16, y al término de cada día, apilaban las sillas para pasar el trapo.
Boludazo.

3 comentarios:

Fodor Lobson dijo...

Un clásico ramiresco, si me permite usted el atrevimiento.

Anónimo dijo...

usted no estará sugiriendo que un clásico ramiresco es ser un boludazo, ¿no?

Fodor Lobson dijo...

hummmm no
(jijiji)