miércoles, 18 de octubre de 2006

El Semáforo

Yo no creo en las huellas digitales. O sí. Pero no creo en los policías supersónicos de la TV. No existen. No en este mundo fuera de la caja boba. Entonces respiro tranquilo. No me van a poder agarrar. Y si me agarran, soy menor de edad. ¿O menor de edad es el que tiene menos de 18 solamente? ¿21 no es la mayoría? Ahora me agarró la inseguridad. Y no me suelta. Pero quién me quita lo bailado.
La esquina de Nazca y Rivadavia es de por sí enkilombada. No pudo ser mejor elección. Todo comenzó porque Héctor me comentó que un día en Gaona esperando el 99 a las tres de la mañana se puso a boludear con el semáforo, le talló sus iniciales bien a lo pendejo, se trepó para ver mejor si venía el bondi y al toque se dio cuenta de que no tenía llave.
Se escuchan mil historias sobre robos de bronce de las estatuas, cables de teléfono para usar el cobre. Mil. Mil robos de esos. Pero nunca escuché que afansaen las lamparitas de lo semáforos. Claro que no por afano me van a buscar a mí. ¿Para qué quiero yo esas lamparitas? Ni a Héctor que es re villero le sirven. La idea fue otra. Y en los papeles parecía solamente divertida. Nunca se me cruzó por la cabeza la tragedia. En fin. Otra vez en fin y solamente llegamos a la mitad.
Nos pusimos el overoll del industrial que yo sabía, ¡sabía! que lo iba a usar de nuevo si lo guardaba. Una gorra en la cabeza más para disfrazarnos que para protegernos del sol, porque era completamente de noche cuando salimos. Encaramos a Nazca con la bicicleta y sin más que las llaves de casa. Ni documentos encima ni nada. Si me paraban iba a mentir sobre todo dato posible. Pero la llave la necesitaba.
Entonces Héctor me hizo pata. Desde que me quebré la gamba nunca más pude trepar sin ayuda. Verifiqué de una mirada veloz que el dato era cierto: el semáforo no tenía llave ni candado. Solamente una traba para evitar que se abriese así como así, y listo. En dos minutos por reloj cambié de lugar las pantallitas del rojo y el verde, cerré todo como estaba y me subí a la bici para seguirlo a Héctor que ya marcaba el rumbo.
Dimos una vuelta grande a la manzana pasando del otro lado de la vía, escondimos los overoles en una caja de cartón que simulaba ser basura -sabíamos que a esa hora no iba a pasar el camión recolector-, encadenamos las bicis y volvimos al trote para sentarnos en la vereda del Quitapenas para ver el espectáculo.
Al llegar ya había un coche chocado. Era raro que no hubiese otro más al lado. No nos quedaba claro contra qué o quién había le hecho ese bollo en el capot.
El semáforo de Nazca se puso en rojo y el de Rivadavia -el que habíamos cambiado nosotros- intentó ponerse en verde, pero al encender la luz inferior, la pantallita roja llevó hacia afuera una luz roja como un tomate. Un Renault 12 taxi que venía a dos por hora clavó los frenos y enseguida sintió el estruendo de un Torino blanco que, al haber visto el amarillo, contaba con el calculado avance del tachero y se lo llevó puesto. El Toro apenas se raspó, pero quedó deglutido por el Renault 12 que se arrugó casi desapareciendo. Otros de los autos que venían por Rivadavia (y teniendo en cuenta que a la noche los reflejos van disminuyendo) pasaron casi por inercia hasta la mitad del cruce y sus retardados nervios se percataron del color rojo más que de la posición de la luz en el semáforo, ordenaron al pie detener la marcha, dejándolos varados ridículamente ante la mirada atónita de los automóviles que esperaban pacientemente sobre Nazca.
Mientras los autos que se iban apilando detenidos en medio de las dos calles se preguntaban qué esperaban los de Nazca para atropellarlos, una moto de no menos de 750 centímetros cúbicos que venía a todo lo que podía se vió obligada a esquivar a un Fitito y un Duna que acababan de estropear sus perfiles mutuamente y habían quedado trabados; la moto perdió el equilibrio gravitacional comenzando a andar en una sola rueda (todavía no me explico por qué), y lejos de convertirse en una pirueta, terminó por despedir al motociclista, que murió al instante por el paso apurado de un Gol rojo que esquivaba el tumulto con bastante habilidad pero no pudo evitar al pobrecito, con casco y todo.
La conclusión y la estadística de que los humanos prestan más atención a los colores que a cualquier otra cosa no se pudo verificar ya que el hecho de haber respondido de esa manera el automovilista de la primera fila hizo que los demás no tuviesen chance de decidir por sí mismos. La travesura disfrazada de experimento no tenía ya ningún justificativo para nuestras conciencias.
Quizás hubo algún testigo que contase que dos operarios habían cambiado de lugar las pantallitas del semáforo, pero es evidente hasta hoy que no lograron acercarse a nosotros lo suficiente.
Mientras tanto, el pesado cargo de conciencia no nos deja abandonar este despoblado, desértico y poco transitado pueblito de Catamarca en el que nos vinimos a refugiar, y al cuál no han llegado todavía los semáforos.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Siempre aluciné con los colores, pero desde ahora voy a tener cuidado de no pasar por Nazca y Rivadavia, menos de noche. Por las dudas, vio.

Mariposa}:{Mística dijo...

Wow!!!
muy bueno don Ramirotienecorreo!!!!!!!


Creo que los humanos somos animales de costumbres, en cuento alguien mueve un poco las piezas de lugar el desconcierto nos hace hacer atropellos y boberías.

(El Quitapenas, que bar roñososiento, y yo ahi tomando el cafe cuando era vendedora de medicina prepaga y que años aquellos!!!)

beso

Gasper dijo...

Cuentan algunas leyendas que unos pocos habitantes de esa famosa esquina, al enterarse de la travesura efectuada, se pusieron verdes de furia, mientras que a unos viejitos rojos no les interesó el hecho.

(los que se pusieron amarillo de palidez continuaron de la misma manera)

Abrazo de colores

Lis dijo...

dicen que los testigos fueron silenciados....

Cuni dijo...

Buenísimo! Muy original! Creo que algo similar intentan hacer los pillines que cambian el sentido de los carteles de las calles. Estuve a punto de infartarme en reiteradas ocasiones. Saludos

Anónimo dijo...

En una época se cambiaban los números de las calles platenses para distraer o perder aún más que si tomaban una diagonal a unos muchachos que andaban en falcons verde buscando gente...
Terrible recuerdo por cierto el mio...
Saludos

Ramiro dijo...

Gracias a todos.